Las sequías extremas están volviéndose cada vez más frecuentes e intensas a causa de los cambios climáticos, lo que puede tener grandes impactos en la Amazonia. Entre el final del año 2015 y el comienzo de 2016, durante el verano, el bioma se vio afectado por una gran sequía y por incendios forestales asociados al fenómeno El Niño.
Los efectos de este evento climático se extendieron durante los tres años siguientes, lo que redundó hasta el año 2018 en la muerte de 3.000 millones de árboles y en la emisión de 495 millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2), una cifra superior al promedio anual provocado por la deforestación en toda la selva amazónica brasileña.
Estas constataciones se realizaron en el marco de un estudio a cargo de científicos de Brasil y del Reino Unido. Los resultados de dicho trabajo, que contó con el apoyo de la FAPESP en el ámbito del Programa FAPESP de Investigaciones en Caracterización, Conservación, Restauración y Uso Sostenible de la Biodiversidad (BIOTA-FAPESP), se publicaron en forma de artículo en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), de Estados Unidos.
“Observamos que los árboles ubicados en áreas de la selva que ya habían padecido algún trastorno antrópico en el pasado, como en el caso de las quemas y de las extracción de madera, fueron más vulnerables a los efectos de la combinación de la sequía y del fuego asociados al fenómeno El Niño de 2015 que las que estaban situadas en zonas más conservadas del bioma”, dice la brasileña Erika Berenguer, investigadora de las universidades Lancaster y de Oxford, del Reino Unido, y primera autora del estudio.
Los investigadores realizaban desde el año 2010 un estudio en el Bajo Tapajós –un área que lleva el nombre de uno de los principales afluentes del río Amazonas, con un tamaño equivalente a alrededor de dos veces el de Bélgica– cuando la región se vio afectada por El Niño, y se convirtió a finales de 2015 en el epicentro de este fenómeno en la Amazonia.
Las áreas de 2.500 metros cuadrados, que ellos venían estudiando para cuantificar los impactos causados por trastornos provocados por la acción humana en la Amazonia –distribuidas en un territorio de 6,5 millones de hectáreas de la selva–, fueron completamente destruidas por los incendios forestales, exacerbados por el referido fenómeno climático.
En circunstancias normales, a causa de los altos niveles de humedad, la selva amazónica no se quema. Sin embargo, la sequía extrema hace que la selva se vuelve inflamable temporalmente. De esta forma, el fuego aplicado para quemar la selva talada en un área de desmonte o para ayudar en la limpieza de un campo puede salirse de control y propagarse por la selva provocando grandes incendios forestales. “El fuego que empezó en otras áreas entró en las parcelas que monitoreábamos desde 2010 y lo quemó todo. Varios experimentos que estábamos realizando literalmente se derritieron, pues se trataba de dispositivos de materiales plásticos”, dice Berenguer.
La pérdida de árboles
En medio a este escenario desolador, los investigadores tuvieron la idea de medir trimestralmente los impactos causados por El Niño entre 2015 y 2016 y la duración de los mismos hasta tres años después de dicho fenómeno climático en 21 de las parcelas estudiadas. Las referidas parcelas estaban en parte compuestas por bosque primario que nunca había sufrido trastornos. En tanto, otras estaban formadas por bosques primarios que ya habían sido objeto de cortes selectivos de madera, y otro grupo por bosques primarios que se había visto afectados no solamente por la extracción ilegal de árboles, sino que también se habían quemado en el pasado. Asimismo, también se analizaron parcelas formadas por bosques secundarios, que crecen en áreas que han sido completamente deforestadas.
Los análisis revelaron que la asociación de la sequía extrema con los megaincendios desencadenados por El Niño provocaron la muerte de alrededor de 3.000 millones de árboles en el área estudiada, que equivale al 1,2 % del territorio de la Amazonia brasileña y al 1 % de todo el bioma. De ese total de vegetación muerta, 446 millones fueron árboles grandes –de más de 10 centímetros (cm) de diámetro a la altura del pecho (DAP)– y alrededor de 2.500 millones fueron árboles menores, con menos de 10 cm de DAP, según estiman los investigadores.
“Algunas áreas perdieron un 75 % de los árboles. Y la selva entonces se modificó completamente, quedando totalmente abierta”, dice Berenguer.
La pérdida de árboles fue mucho peor en los bosques secundarios y en otros bosques afectados por la intervención humana. Los árboles con menor densidad de madera y cortezas más finas quedaron más propensos a morir debido a la sequía y a los incendios. Esos árboles menores son más comunes en los bosques afectados por el hombre. Los científicos también compararon el efecto de la sequía en diferentes tipos de bosques, como así también los estreses combinados de la sequía y del fuego exacerbados por El Niño.
La mortalidad de árboles fue mayor en los bosques secundarios a causa de la sequía en comparación con los bosques primarios. El impacto fue mayor en las áreas de bosques modificados por la acción humana que experimentaron una combinación de sequía y fuego. “Si bien estudios anteriores habían demostrado que los bosques afectados por perturbaciones causadas por la interferencia humana son más susceptibles a los incendios, no se sabía si existía alguna diferencia en la vulnerabilidad y en la resiliencia de los árboles cuando ocurren sequías e incendios forestales”, explica Berenguer.
Los investigadores también constataron que las plantas en bosques afectados por la sequía, como así también en bosques quemados, siguieron muriendo a una tasa superior a la normal durante hasta tres años pasada la sequía del El Niño, con lo cual liberaron más CO2 en la atmósfera. La mortandad de plantas en la región del Bajo Tapajós generó una emisión de 495 millones de toneladas de CO2, mayor que la causada por el desmonte durante un año entero en toda la Amazonia. Como resultado de la sequía y de los incendios, la región liberó una cantidad de CO2 en un lapso de tres años equivalente a las emisiones anuales de ese gas de efecto invernadero de algunos de los países más contaminantes del mundo.
“Esa cantidad de CO2 generado fue mayor que la emisión anual de países tales como Australia y el Reino Unido”, comparó Berenguer. Las emisiones de CO2 de los bosques quemados debido a incendios forestales fueron casi seis veces mayores que las de los bosques afectados únicamente por la sequía. Al cabo de tres años, tan solo una tercera parte aproximadamente (un 37 %) de las emisiones fue reabsorbida por el crecimiento de las plantas en la selva.
“Los resultados del estudio coinciden con trabajos publicados recientemente por otros grupos de científicos que muestran que la Amazonia puede dejar de ser un sumidero y convertirse en una fuente de carbono”, sostiene Carlos Joly, docente del Instituto de Biología de la Universidad de Campinas (Unicamp) y miembro de la coordinación del Programa BIOTA-FAPESP.
“Esta conjunción de estudios muestra que la frecuencia de perturbaciones humanas en la Amazonia está acelerándose y puede hacer que se llegue a límites irreversibles de pérdidas de selva. De este modo, la Amazonia dejaría de ser una formación forestal cerrada para convertirse en un bosque abierto, mucho menos denso y exuberante que actualmente”, apunta Joly, quien es también uno de los autores del estudio.
Los resultados de esta investigación se generaron en parte en el marco del Proyecto Temático “Ecofor: Biodiversidad y funcionamiento de los ecosistemas en áreas alteradas por el hombre en la Selva Amazónica y en el Bosque Atlántico”, apoyado por la FAPESP, coordinado por Joly en el Bosque Atlántico y por Jos Barlow, docente de la Lancaster University, en la Amazonia. “No observamos en el Bosque Atlántico la misma correlación de factores verificada en la selva amazónica”, afirma Joly.
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