Aunque a Emilio Santiago Muiño (Ferrol, 1984) no le guste parcelar las ciencias sociales en disciplinas cada vez más pequeñas, acaba de obtener la primera plaza dedicada a la investigación en transformaciones antropológicas de la crisis climática del CSIC.
Ya se ha incorporado como investigador al Instituto de Lengua, Literatura y Antropología en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS) donde se va a dedicar a estudiar la inacción climática. Es Doctor en Antropología Social y ha sido investigador en el departamento de Antropología Social y Pensamiento Filosófico Español de la Universidad Autónoma de Madrid. Además, destaca su intensa labor e implicación política y de comunicación del conocimiento a la sociedad. Ha escrito varios libros, entre ellos Opción Cero, El reverdecimiento forzoso de la Revolución cubana (Catarata, 2017) que surgió a raíz de su tesis doctoral y resume la parte de la misma que se centra en la ecología. En esta entrevista explica a qué se va a dedicar desde su nueva plaza y cómo ve el momento que vivimos en relación con las crisis climática y social.
Pregunta: Enhorabuena por la plaza. ¿A qué se va a dedicar?
Respuesta: A mí me gustaría añadir un nuevo enfoque a la antropología que aborda la emergencia climática: el verdadero misterio social que la antropología climática tiene que contribuir a desvelar es la impotencia y la esterilidad transformativa de la política climática. Es decir, yo creo que el hecho que marca como ninguna otra cosa el diagnóstico de la crisis climática es haber acumulado al menos cuatro décadas de fracasos en los intentos de que nuestras instituciones sociales corrijan este problema. Es esto a lo que me gustaría dedicar mis esfuerzos en el CSIC, esta especie de reiteración en el error suicida, intentar explicarnos la inacción climática.
P: Entiendo que la línea de intentar remediarlo
R: Claro. Investigamos para contribuir desde la buena ciencia a la intervención pública. Esto de la buena ciencia es importante, el compromiso político no nos tiene que privar de trabajar con la mejor producción científica posible. Pero esto tiene que ver con uno de los mayores retos que tenemos como sociedad que es la emergencia climática como parte de una crisis más amplia. La crisis socioecológica no se limita a una cuestión climática. Esta cuestión climática es el fenómeno más estudiado, el que ha conseguido un mayor consenso en su diagnóstico, pero nuestros problemas de relación con los límites biofísicos del planeta son muy amplios y esta es una parte de ello.
P: ¿Cuál es su análisis de las respuestas a la Cumbre del Clima (COP) de Glasgow? ¿Cree que se ha dado esta inacción de la que habla?
R: La respuesta no ha sido mala entendiendo el contexto histórico en el que estamos. Venimos de una pandemia que sigue vigente, que multiplica los controles, que dificulta las movilizaciones. Recordemos que esta pandemia abortó toda la ola de movilizaciones climáticas de 2019 que fue histórica y que lleva un año y medio, casi dos, impidiendo algo tan fundamental para el activismo como es la presencialidad. Esto se suma a factores como que Glasgow es una ciudad cara. Yo creo que nos ha arrojado imágenes menos espectaculares de lo que cabría esperar para la urgencia de este momento, pero las movilizaciones han mostrado un buen músculo. Es destacable el hecho de que la comunidad científica se ha puesto a la vanguardia de las movilizaciones, por ejemplo, los científicos que se encadenaron a un puente en Glasgow. Otra cosa es que su discurso público esté adquiriendo un tono un poco más pesimista respecto a las posibilidades de estas cumbres, eso es así, pero está enteramente justificado en la medida en que el balance de una COP como esta es muy decepcionante pero no por ello menos previsible.
P: ¿Hay motivos para preocuparse?
R: Estamos muy lejos de ir en la senda marcada por la ciencia. A una distancia que yo creo que cuesta exponer sin parecer exagerado, tremendista o un agitador político. El problema es que la situación es tan extrema, es tan radical, que necesariamente la voz de la ciencia se parece cada vez más al tono de los activistas. Hemos visto como una COP que en condiciones sensatas estaría llamada a ser decisiva no lo ha sido. Ha cumplido muy bien el patrón habitual de casi todas las COP de la historia, que es mucha retórica, mucho márquetin, eso que Greta Thunberg denominó en un gran acierto comunicativo el “Blablabla Climático” que sirve para adornar resultados concretos claramente insuficientes. Las COP siempre saben un poco como a tragedia anunciada, pero la ciencia es muy taxativa al respecto y el tono de los últimos informes del IPCC no admite ningún autoengaño. Frenar una alteración climática potencialmente catastrófica exige e impone grandes pasos que no pueden dejar inalteradas las bases de nuestro sistema económico, político y cultural. Es el momento de reformas estructurales, de políticas públicas disruptivas y profundamente transformadoras en muchos ámbitos. Si me permites un símil, que quizás es un poco exagerado, pero yo creo que no tanto, solo tienen parangón con el tipo de movilizaciones que se dan en tiempos de guerra o en revoluciones sociales.
P: Uno de los acuerdos estrella de la COP que se anunció como histórico para los pueblos indígenas fue la asignación de 1.500 millones de euros de financiación directa a estos pueblos para la protección de los bosques. ¿Qué opinión le merece?
R: No siempre se tiene en cuenta que la crisis climática se reproduce a través de una matriz: la estructura de poder colonial. En este tipo de eventos se desvían las formas de revertir las dinámicas de colonialismo climático en que estamos instalados. No se aborda, se pospone y sistemáticamente se incumplen medidas relacionadas. Desde la antropología tenemos claro que el papel de los pueblos originarios sería fundamental en la custodia de los territorios y en impedir los procesos de cambios de usos del suelo y de deforestación. Por otra parte, también es crucial tenerlos en cuenta como pueblos que contienen una riqueza cultural que ayudaría a complejizar nuestras concepciones de las relaciones de naturaleza-cultura (por utilizar una dicotomía occidental) y que son valiosas en sí mismas más allá de los efectos climáticos o de mitigación que pudiesen tener. Ahora bien, 1.500 millones de euros es una cantidad ridícula. Solo un kilómetro de alta velocidad en España son 20 millones de euros.
P: Su plaza es la primera en antropología climática del CSIC, pero ¿cuál es el entorno de investigación en este campo?
R: Sí, soy el único, pero el departamento de antropología tiene otras líneas de investigación afines, hay temas que se complementan o se solapan. Las cuestiones sociales son muy complejas y no se puede enfocar desde un punto de vista unifactorial. Tanto en el CCHS como en otros centros del CSIC se está trabajando en estas cuestiones. De hecho, yo soy co-investigador principal en una investigación junto con Jaime Biendel que se llama “Humanidades energéticas” y que de algún modo aspira a plantear cuál es el papel de las energías fósiles tanto en los imaginarios como en las teorías sociales y políticas de la sociedad moderna. Esto casa con la cuestión climática porque energía y clima son un binomio inseparable y seguramente haya mucha más gente fuera del CSIC que está trabajando en estas cuestiones y con las que formamos redes de investigación que nos permiten enfocar esto. En ningún caso me siento solo. Hay una inmensa cantidad de gente que lleva años haciendo trabajos valiosísimos desde la perspectiva social y política de la crisis ecológica en general, ya vengo de trabajar con algunas de ellas y ellos y seguramente seguiré haciéndolo los próximos años.
P: Sobre este tema, la energía, versa su tesis doctoral sobre cómo Cuba pudo ser una especie de laboratorio de decrecimiento energético ¿podemos aprender algo de esta experiencia?
R: En los círculos de investigación ecologista, Cuba a partir de los años 90 adquirió cierta fama porque debido a la caída de la URSS sufrió un desabastecimiento energético extremo, concretamente petróleo, pero no solo, y tuvo que adaptarse a un contexto muy duro. Para mucha gente esto suponía una especie de laboratorio que permitía anticipar el declive energético, cómo iban a vivir nuestras sociedades en el siglo XXI. Algunos incluso consideran que estamos ya empezando con este proceso. Cuba desarrolló una serie de políticas en agroecología, mantenimiento de servicios públicos y otras cuestiones que parecían inspiradoras. Durante mucho tiempo estas reformas llevaron a hablar de Cuba incluso en foros y en espacios que no son muy afines a su régimen político como un modelo de sociedad centrada en el desarrollo sostenible. Desde esta hipótesis fui a investigar a Cuba, hice un trabajo de campo de nueve meses en la isla en el marco de una tesis de casi seis años e indagué respecto a estas cuestiones; cómo hizo Cuba y qué lecciones se podían extraer. Un trabajo que, de algún modo, como ocurre siempre con estas cosas, arrojó luces y sombras. El movimiento ecologista internacional había idealizado la experiencia cubana, pero sin duda, Cuba nos ofrece experiencias inspiradoras que podríamos tener en cuenta en nuestras sociedades. De todos modos, es difícil extrapolar directamente de un país como Cuba, tan distinto a nuestros entornos.
P: ¿Y qué luces y sombras arrojó?
R: Luces: Cuba es un vivero, un semillero de experiencias agroecológicas enormemente inspiradoras que se han demostrado funcionales, que han demostrado que tenemos capacidad de producir alimentos con unos insumos energéticos y de agroquímicos mucho menores. Cuba nos da pistas de que la agroecología es un modelo que de alguna manera podría alimentar una nación industrial. Cuba demuestra también la importancia en los momentos de crisis de contar con servicios públicos fundamentales, educación, sanidad, defensa incluso, y también creo que demostró que las sociedades igualitarias cuyas decisiones políticas están comprometidas con la igualdad resisten mejor este tipo de golpes. En cuanto a las sombras, son muchas, pero evidentemente nada de lo que pasó en Cuba en los años 90 se podría entender sin un proceso de ajuste económico que de algún modo desmontó muchos de los postulados de la Revolución cubana, y esto es evidente. También lo es que esto ha tenido efectos muy duros en la sociedad cubana que tienen que ver con la precariedad económica material y con el retorno de la desigualdad social. Respecto a la cuestión de la sostenibilidad, la población cubana se ecologizó de manera forzada, se adaptó a unas circunstancias que ellos comprendieron como muy duras.
P: ¿Qué aprendizaje destacaría que sí sea más o menos extrapolable a nuestro contexto?
R: A mi Cuba me enseñó que la cuestión de cómo definimos la vida buena, de desear la transición ecológica es fundamental, y Cuba no deseó la transición. Por eso algunos de los logros, desde un punto de vista ecologista se revirtieron muy rápido, porque el marco de construcción del deseo en Cuba era otro y yo creo que esto tiene que ser una de las cuestiones fundamentales. De qué manera definimos culturalmente qué es la vida buena y cómo logramos una vida buena que sea más austera en términos energéticos, en términos de consumo materiales. Este es uno de los grandes retos que tenemos por delante y la experiencia cubana me enseñó a enfocarlo.
P: ¿Cree que esto que ha descrito puede ser lo más realista? Es decir, que nos ecologicemos a la fuerza.
R: Esto es un debate complejo en el que tampoco tengo una posición clara. Sospecho que va a ser más probable responder ante la emergencia cuando esta sea ya indudable e inminente que adelantarnos de manera preventiva. Vamos a paliar más que a prevenir. Creo que esto es posible que sea una lógica general del momento histórico en el que estamos. Es terrible porque paliar antes que prevenir implica asumir un enorme costo en sufrimiento social que podríamos habernos evitado. Sin embargo, todas las inercias, las lógicas, los conflictos de intereses de nuestra sociedad y de cómo esta funciona, a mí me hacen sospechar que seguramente, cuando esto sea visto dentro de dos siglos (si por suerte hacemos las cosas medianamente bien y puede ser visto dentro de dos siglos), y los historiadores analicen nuestro momento histórico, detecten que nos movimos mucho más por reacción ante los golpes que por prevención de los golpes ecosociales muy diversos que vamos a vivir.
P: ¿La pandemia sería un ejemplo?
R: Sí, la pandemia sería un ejemplo perfecto. Respondimos cuando ya era un problema de salud pública mundial a escala histórica. Hay investigaciones científicas muy buenas desde bastantes años antes preocupándose por los efectos de zoonosis, los efectos de la deforestación, de los intercambios globales y todo lo que después hemos visto que sucedió con una atención menor que el cambio climático y que la ciencia ya nos había advertido sobre ello. Aun así, solo fuimos capaces de reaccionar cuando teníamos la muerte pisándonos los talones.
P: ¿Qué cree que explica esto?
R: Es un conjunto de factores. Sin duda, la dimensión espacio-temporal es distinta en la crisis climática y una crisis sanitaria como el coronavirus, pero también el hecho de que, a diferencia del cambio climático, la crisis sanitaria atentó inicialmente y puso en peligro las vidas de las oligarquías económicas y reaccionaron de otra forma. El negacionismo científico del cambio climático cada vez es más residual, pero el verdadero negacionismo climático, el más importante a nivel social, es el negacionismo de la igualdad humana. El de aquellos que aceptan que tengamos un problema climático de enorme magnitud, pero consideran que van a salir airosos de él, que no les afecta y que, por tanto, no tienen que perder privilegios. Se están dedicando a calcular, trabajar y pensar para externalizar esos daños en otros. En la medida que la crisis de la covid-19 impactó con un nivel de intensidad grande y afectó también a las élites socioeconómicas estuvieron mucho más dispuestos a tomar medidas drásticas.
P: Cada vez se escucha más la propuesta del decrecimiento como un horizonte deseable. En cambio, también existe el análisis que lo contempla como un futuro ineludible y pone el foco en cómo controlarlo. ¿Usted cómo lo ve?
R: Habría que definir qué entendemos por decrecimiento, es una palabra muy connotada que inmediatamente te sitúa en las tesis de Latouche. Por un lado, a nivel global, vamos hacia escenarios de un decrecimiento de nuestros consumos energéticos y materiales. Puede ser matizado porque existen posibilidades tanto técnicas como políticas que todavía fuerzan más los límites y que no van a ser sin consecuencias. El problema es que este decrecimiento energético y material que nos impone el habernos extralimitado desde hace más de 40 años puede ser modulado y gestionado por la política de modos muy distintos, algunos muy perversos. Podría ser que algunas regiones del mundo decrezcan más a costa de otras, o que se dieran procesos de signo depredatorio, imperialista, colonial, genocida, etc. Por otro lado, el decrecimiento como proyecto político que busca enfrentar la transición desde una óptica de justicia social y aspira a organizar voluntariamente una cierta desescalada de nuestra actividad económica y de nuestros consumos, yo creo que es muy interesante. Todavía le falta encontrar el tipo de discurso que le permita articular grandes mayorías sociales. También es un programa que todavía tiene mucho de especulativo, de no haberse puesto en práctica en contextos de pluralismo político competitivo, en los contextos que marcan las reglas de juego de la política en nuestro mundo. La dinámica histórica se está acelerando mucho y están pasando muchas cosas, todo esto puede cambiar en poco tiempo.
P: ¿Cómo cree que la antropología climática puede ayudar a arrojar luz tanto en estos debates como en muchos otros?
R: En mi opinión, la antropología climática y las ciencias sociales en general (esta parcelación en disciplinas cada vez más pequeñitas es más un problema que una solución), pueden ayudar a complejizar el diagnóstico añadiendo capas de realidad. A comprender cuáles son las dinámicas, las inercias y los intereses que nos han llevado hasta aquí y ofrecer un diagnóstico más complejo y un mapeo de las distintas alternativas que están surgiendo por todas partes desde lo económico a lo político, a los imaginarios, a las tecnologías, a muchas cuestiones para intentar dar respuesta a este proceso. Una visión científica más detallada de estas alternativas puede contribuir a fortalecerlas y a convertirlas en algo más central en el debate social y, por tanto, en las políticas públicas. Yo creo que es el papel de la antropología en tanto que ciencia. Luego estaría el papel de los antropólogos en tanto que ciudadanos, que es otra cosa. Y ahí opino que hay que dar un paso más que tiene que ver con el compromiso político y el activismo. Eso es un paso más que yo reivindico. Creo que la ciencia no tiene que ser una realidad encerrada en sí misma. Por sus propios requerimientos de rigurosidad hay que tener cuidado y saber que la ciencia llega hasta aquí y el activismo va más allá. Ambas patas son necesarias, pero también son distintas.
P: ¿Y qué hay respecto al papel de la ciencia ahora que con la pandemia se ha colocado en primera línea?
R: Yo creo que la ciencia va a tener una voz imprescindible, pero el debate fundamental no es científico sino moral y político. Es decir, el mismo dato científico puede perfectamente justificar una salida por la vía de la cooperación y, por tanto, llamada a compartir recursos, conocimientos, experiencias y esfuerzos, o una salida por medio de la competición y de la depredación. Es decir, no hay una superposición automática entre dato científico y posicionamiento moral. La política al final define el posicionamiento moral colectivo. La política tiene que escuchar a la ciencia, pero la ciencia ofrece un marco de posibilidades, lo que puede darse, lo que no, probabilidades, límites… Pero si vamos a enfrentar esto en una carrera depredatoria por recursos que puedan incluso empequeñecer los episodios más oscuros del siglo XX o vamos, por el contrario, a una situación que prime las lógicas de cooperación entre pueblos, entre individuos, es una decisión que no corresponde al debate científico.
P: ¿Qué le parece lo más esperanzador del momento en que vivimos?
R: Que los bucles de retroalimentación positiva no solo afectan al clima, también afectan a las dinámicas sociales. En 2018 una manifestación por el clima en Madrid reunió a no más de 2.000 personas. En 2019 sin exagerar, fuimos casi medio millón cuando se hizo la cumbre aquí después del estallido social chileno. Si echas la vista atrás y ves ejemplos de grandes cambios en el siglo XX, algunos se llevaron a cabo con una rapidez asombrosa. Por ejemplo ,el tipo de cambios de redistribución de riqueza o política fiscal, muy parecidos a los que tendríamos que hacer ahora, que conoció EEUU en el New Deal de Roosevelt. Por el otro lado del espectro político, la rapidez con la que el paradigma neoliberal construyó una hegemonía cultural y teórica en apenas 10 años que hizo pasar a un autor como Hayek de ser un friqui marginal en un departamento de economía a convertirse en el gurú que rediseñó la economía mundial. Esos procesos se dan y son relativamente rápidos. No se nos olvide tampoco que en el año 2020 las emisiones globales de efecto invernadero se redujeron un 25% en apenas 30 días. Ni el plan ecologista más radical del mundo lo habría propuesto ni imaginado una reducción de este calibre. Se pagó un precio muy alto porque estábamos en un escenario de salud pública trágico, pero ese precedente está. Si nuestra sociedad se moviliza ante el cambio climático como ha sido capaz de movilizarse ante una guerra, podemos ganar. Pero no será solamente una operación de sustitución de tecnologías, tendremos que cambiar también modos de vida y sobre todo el diseño de nuestro sistema económico.
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